Buenas,
Gracias a todos y todas los que se están sumando a este viaje semanal. La idea es que cada viernes nos podamos encontrar para compartir algunas historias y recetas que nos permitan alejarnos de las noticias de último momento sin dejar de estar anclados en el presente. No sé si, como se dice ahora, “todo tiene que ver con todo”, pero sí creo que de la mezcla de varios ingredientes pueden salir grandes cosas, como por ejemplo un guefilte fish.
[Un guefilte fish con jrein]
Hace unas horas, terminó Pesaj, la festividad sobre la que giró la edición de la semana pasada. Eso significa que los que observaron la fiesta pueden volver a comer jametz, alimentos leudados: milanesas, facturas, alfajores, panes, tortas. Para celebrar ese rito de pasaje, las comunidades de origen marroquí organizan una reunión que se llama mimona o mimuna, en la que hay un banquete de cosas dulces que estuvieron prohibidas durante los días anteriores. Tras la restricción, el festín; tras el ayuno, la fiesta. Como ser extranjero es, entre otras cosas, conocer a poca gente en el lugar que uno habita, no recibí ninguna invitación para celebrar mimona. Pude ver algunas fotos por Instagram y sentir el aroma de algunas comidas mientras caminaba por mi barrio… y nada más. Igual no me quejo, porque sí recibí una invitación el día anterior. El martes, la unión de estudiantes LGBT de la universidad organizó un picnic de Pesaj. Cada uno tenía que llevar algo para compartir y avisar antes en el grupo de Whatsapp, para tener una idea de lo que pudiera llegar a hacer falta. Fuimos aproximadamente diez personas y hubo matza con mermelada y pestos, humus, rolls de canela, agua, gaseosas. Yo preparé unos latkes.
[Picnic en el parque]
Los latkes son una especie de albóndiga de papa y cebolla, los dos ingredientes estrella de la cultura ashkenazi, de la cultura judía europea.
Si cada dos judíos hay tres opiniones, por cada receta judía hay al menos tres variantes. Para no cometer ningún error improvisando algo de último momento, seguí una receta que nunca me falla, la de la escritora Ana María Shua en Risas y emociones de la cultura judía. Los ingredientes para una tirada mediana son: una cebolla grande, medio kilo de papas, dos huevos, sal y pimienta a gusto y aceite de girasol. También se le puede sumar harina de matza, harina o pan rallado, pero ahí ya estaría cambiando la receta de Ana María. Se pica la cebolla y se la pone a freír mientras se ralla la papa en una procesadora o con el viejo y querido rallador. En un bol, se baten los huevos y se mezclan los ingredientes: la cebolla sofrita, la papa rallada cruda y se condimenta a gusto. Se tiene que formar una pasta chiclosa, que freímos con bastante aceite vuelta y vuelta. Tras unos pocos minutos, van a quedar unos latkes bien crocantes por fuera y suaves por dentro ¡Y listo! Una variante es mezclar la cebolla sofrita con pure de papá, formar unas bolas y freírlas. Es increíble todo lo que se puede cocinar con papa y cebolla.
[Unos latkes que preparé en diciembre; los del picnic no llegaron a la foto]
Entre latke y latke, hablamos inevitablemente sobre lo que está pasando en Israel. La comunidad LGBT es una de las fuerzas más combativas en las protestas que mañana van a entrar en la semana 15, porque entiende lo que es ser una minoría y porque percibe que hay mucho en juego. En 1967, el filósofo León Rozitchner decía que ser judío es ser capaz de percibir lo que llamaba “la inhumanidad de lo humano”. A riesgo de simplificar un concepto complejo, esto quiere decir que el pueblo judío ha sido tantas veces deshumanizado que en el presente tiene el imperativo moral de estar del lado de los otros oprimidos. Por haber sido perseguidos es que deben, debemos estar, del lado de los que sufren. En otras palabras, para ser judío hay que ser de izquierda. El actual gobierno de Israel no coincide con esa mirada, y tiene en sus filas a colonos y a sectores ultraortodoxos que creen que la única forma válida de vivir el judaísmo es la suya. Según su lectura de la Torá, las mujeres deben ocupar un lugar secundario y la homosexualidad está penada; el otro visto como una amenaza. Mis compañeros y compañeras de picnic eran en su mayoría judíos, judías, judíes, israelíes, con distintos niveles de observancia religiosa y con ganas de pelear por el futuro de su país. Y, sobre todo, de mostrar que no hay valor alguno en la homogeneidad sino justamente en la mezcla. En explorar las distintas formas de ser queer, de ser judío, de ser jóvenes en un mundo que nos quiere cada vez más iguales y más pendientes de las notificaciones de nuestro teléfono.
Se puede celebrar Pesaj comiendo un poquito de jametz, se puede intervenir la Hagadá para darle un contenido político o queer, porque de lo que se trata es de habitar la tensión entre el cambio y la continuidad. En un servicio religioso al que fui en enero de este año en Amijai, la rabina Judy Nowominski comentó que había visto con sus nietos la película Un Mundo Extraño, de Disney, y la había hecho pensar sobre esto. Es la historia de tres generaciones de hombres que negocian, a su manera y con mucho amor, cómo mantener una identidad familiar sin renunciar a sus deseos, cómo combinar la tradición con la innovación. Si no la vieron, la recomiendo: es una gran historia sobre el peso de los mandatos y la posibilidad de un encuentro intergeneracional fecundo.
Sobre esta tensión entre el cambio y la continuidad, también escribió hace unos años Ana María Shua. En su cuento sobre Pesaj, presenta a una abuela, a una bobe, que estaba empeñada en mantener la tradición judía en su familia. Ella era la única que le prestaba atención a Pesaj: limpiaba el jametz, organizaba el seder, invitaba a su familia, vecinos y amigos. Y todos iban a regañadientes, escuchaban la Hagadá con desgano, estaban en otra. Hasta que un año la abuela no pudo preparar el seder y fue su nieta la encargada de continuar con el legado. No sabía bien cómo preparar las comidas porque nunca las había hecho, y su abuela le pasó el secreto más importante: los ingredientes que no pueden faltar son idishkait (cultura judía, podemos traducir así del yiddish) y mucho, pero mucho amor.
Esas palabras finales del cuento de Ana María se me quedaron impregnadas y me despertaron otros recuerdos. Su libro de recetas y emociones llegó a mí de una manera tan imprevista como significativa.
Hace ya muchos años, quince aproximadamente, venía pensando mucho en mi deseo de convertirme al judaísmo.
Vengo de una familia bastante mixta, en la que mi abuelo materno, el Shiff del apellido, era judío, y desde mi adolescencia se me despertó el deseo de unirme a este pueblo. Conversión es una mala traducción al español de la palabra hebrea guiur, que deriva del verbo lagur, que a su vez quiere decir habitar. Y no es un detalle menor, porque la vida religiosa judía tiene que ver con lo grupal; hay quienes dicen que no se puede ser judío en soledad. A mí, como geminiano que disfruta de pasar largos tiempos solo, esa frase me hace ruido, pero es cierto que hay algo de eso. Por ejemplo, para oficiar un servicio religioso tiene que formarse un minian, esto es, tiene que haber al menos diez personas presentes (para los sectores ortodoxos, tienen que ser diez hombres; para los conservadores y reformistas las mujeres también cuentan).
Venía rumiando con la idea de habitar el pueblo judío, proceso formal que terminé en diciembre pasado, cuando mi viejo se encontró dos cajas llenas de libros judíos en una plaza de Villa del Parque. Estudios sociológicos sobre los haredim (ultraortodoxos), libros de historia judía, autobiografías de soldados israelíes que participaron de la guerra de 1948…y el libro de recetas de Ana María. Por esos años hice, con la ayuda de mi vieja y de mi hermana, unos knishes de papa, y después quedó ahí. Durante mucho tiempo ese fue mi único libro de recetas porque todavía no se me había despertado la pasión por cocinar.
[Este libro tiene muchas ediciones; la mía es la de Emecé del año 2006]
En 2020, el año que pasamos encerrados, respeté el ayuno de Yom Kippur, el Día de la Expiación en el que está prohibido comer y beber por 25 horas, y cuando lo terminé tuve ganas de comer algo que me saciara de una manera integral, digamos. No quería bajarme un paquete de papas fritas o un pote de helado, quería que la vuelta al mundo de la comida tuviera un sentido. Y así fui, casi instintivamente, al libro de recetas de Ana María y preparé su yarkoie, su guiso de pollo con verduras. Quedó espectacular y al día siguiente probé otras recetas del libro: el guefilte fish, los latkes, los blintzes de queso. Los knishes todavía me siguen costando. A partir de ese libro descubrí que yo también podía cocinar, que a mí también me gustaba cocinar, y que las recetas también transportan sentimientos e historias.
La nombré tantas veces que no podía faltar en esta edición: Ana María Shua es la cocinera invitada de este Guefilte Shiff.
En este audio, nos cuenta un problema que tuvo para conseguir un buen jrein (salsa picante de rabanito) en Buenos Aires y nos ofrece una fórmula para sortearlo. Como siempre en ella, lo hace con idishkait y mucho, pero mucho amor.
Nos leemos y escuchamos la semana que viene. Ahora me voy a ver por segunda vez Un Mundo Extraño.
Shabat shalom,
Pablo.